Con toda probabilidad, durante la pandemia
de la COVID-19, hayamos escuchado que la infección por el SARS-CoV-2, tiene
muchas similitudes con la que produce el virus de la gripe o influenza, ya que
ambas son enfermedades respiratorias contagiosas que se transmiten mediante un
virus. Además, pueden tener síntomas comunes que hace que a veces se confundan,
por lo que hay que recurrir a otras pruebas diagnósticas por las dudas que
suscitan incluso entre el personal médico más avezado. Para complicar aún más
la situación, existen numerosos virus respiratorios, responsables de catarros
simples o incluso las alergias, que pueden dar síntomas similares con lo que
aumenta la confusión y la posibilidad de error en el diagnóstico. Sin embargo,
a pesar de las múltiples semejanzas que poseen, también presentan claros
síntomas y signos diferenciadores que nos pueden permitir saber cuándo estamos
ante una infección por uno u otro virus.
Entre las diferencias, la más
importante es el agente causal, pues
se trata de infecciones por virus diferentes, siendo en la gripe los virus de
la influenza A y B pertenecientes a la familia Orthomixoviridae, y en el caso
de la COVID-19, el virus SARS-CoV-2, un tipo de coronavirus.
En cuanto al mecanismo de transmisión, tanto la COVID-19 como la
gripe pueden propagarse de persona a persona entre personas que están en
contacto cercano entre sí (a menos de 1´5-2 metros de distancia) especialmente
en espacios cerrados y mal ventilados. La transmisión de ambos procesos infecciosos
es similar, pues se contagian a través de gotitas de saliva que se liberan al
hablar, toser, estornudar o cantar. Las partículas víricas exhaladas y
vehiculizadas en estas minúsculas gotas, pueden penetrar en las vías
respiratorias al ser inhaladas o pueden propagarse de una persona a otra cuando
tocamos una superficie donde han podido depositarse estas gotas cargadas de
virus bien directamente procedentes del árbol respiratorio de quien contagia, o
de forma indirecta como por ejemplo ocurre al estrechar la mano de alguien que
ha estornudado o tosido y se ha tapado con la mano. Tras entrar en contacto con
esas superficies contaminadas si nos tocamos la boca, nariz u ojos, podremos
contagiarnos.
De esta forma de contagio, se derivan las
principales medidas preventivas como son el aislamiento de los enfermos, el uso
de mascarillas y la higiene de manos y superficies.
En el caso de la COVID-19, la probabilidad
de transmisión es más alta, ya que se contagian de 2 a 3 personas por cada
persona infectada en comparación a 1,3 personas por gripe común, aunque con las nuevas variantes como la ómicron, esta cifra es aún superior
Ambas infecciones víricas, comparten síntomas comunes como son la fiebre,
tos, cansancio (astenia), dificultad para respirar (disnea), dolor faríngeo,
congestión nasal, dolores musculares, cefaleas o síntomas digestivos como
náuseas, vómitos y/o diarrea También sus complicaciones más graves, pueden ser
similares, pues puede aparecer neumonía, síndrome de dificultad respiratoria
aguda, infartos, miocarditis, encefalitis, ictus e incluso muerte.
No obstante, hay diferencias reconocibles.
La mucosidad nasal, tos y dolor de garganta son más comunes en los catarros y
gripe y la fiebre alta, la diarrea, el cansancio y la tos en la COVID-19, pero
muy especialmente en esta última la pérdida del olfato y la alteración en el
sentido del gusto.
La variabilidad de los síntomas como
vemos, es muy amplia y hay pacientes que la pasan de una forma prácticamente
asintomática, que pueden recuperarse perfectamente en sus domicilios, a otros
donde los síntomas son intensos precisando ingreso hospitalario.
Por último, la gravedad de los síntomas es
mayor en la COVID-19, siendo la principal complicación la neumonía que en
algunos casos precisa ingreso en UCI y provoca una mayor mortalidad en
comparación con la gripe, al menos 3´5 veces más alta frente a los casos de
gripe.
El curso
evolutivo es también diferente, el periodo de incubación que va desde el
momento del contagio hasta la aparición de los primeros síntomas, en la
infección por SARS-CoV-2 suele ser de unos 5 días, aunque puede alargarse hasta
los 14 días, mientras que en la gripe este espacio de tiempo es de 1 a 4 días.
En cuanto a la contagiosidad y la velocidad de transmisión, la de la COVID-19 es
mayor que la de la gripe, especialmente en las nuevas cepas descritas como las
delta y delta plus, en las que las últimas investigaciones apuntan también a un
cambio en los síntomas más comunes, donde el dolor de cabeza y la secreción
nasal pasan a ser los indicadores más habituales de infección por estas
variantes. Esto hace que muchos pacientes puedan confundirlo con un
"resfriado fuerte" y no ser conscientes del contagio de coronavirus.
También son menos comunes los síntomas más característicos de la COVID-19, como
la falta de aire y la pérdida del gusto.
El espacio de tiempo en el que es
contagiosa una persona con gripe o influenza, va desde el día anterior a la
aparición de los síntomas hasta una semana después de haber debutado con la
infección, aunque los recién nacidos y las personas inmunodeprimidas pueden
serlo durante periodos más largos, situándose el periodo de máxima
contagiosidad en los primeros 3-4 días de la enfermedad. En cuanto a la
COVID-19, es posible que las personas puedan propagar el virus aproximadamente
desde 2 días antes de manifestar los primeros signos o síntomas (o posiblemente
antes) y permanecer contagiosas durante al menos 10 días después de la primera
aparición de los signos o síntomas. Una persona asintomática o cuyos síntomas
desaparecen puede seguir contagiando por al menos 10 días después de su
resultado positivo en la prueba de detección del COVID-19. Las personas
hospitalizadas con casos graves de la enfermedad y las personas con el sistema
inmunitario debilitado pueden contagiar durante al menos 20 días o más.
Las complicaciones
de la COVID-19 con respecto a la gripe, también son diferentes, pues en la
primera pueden aparecer trastornos de la coagulación y como posibles
consecuencias clínicas de este proceso, destaca la potencial aparición de trombosis,
entre las que se incluyen principalmente la embolia pulmonar o la trombosis venosa
profunda. En el caso de los niños, la infección por SARS-CoV-2 puede provocar un
síndrome multisistémico inflamatorio en el que se produce una inflamación grave
de algunos órganos y tejidos, como el corazón, los pulmones, los vasos
sanguíneos, los riñones, el aparato digestivo, el cerebro, la piel o los ojos.
A corto-medio plazo, la COVID puede
presentar multitud de síntomas que se conocen como síndrome post-COVID-19,
muchos de los cuales son síntomas persistentes y otros síntomas nuevos. El
síndrome post-COVID-19 se define por la persistencia de signos y síntomas
clínicos que surgen durante o después de padecer la COVID-19, permanecen más de
12 semanas y no se explican por un diagnóstico alternativo. Los síntomas pueden
fluctuar o causar brotes. Se ha descrito en pacientes con independencia de si
pasaron una COVID-19 leve o grave. Fatiga, cansancio y dolor de cabeza son los
síntomas persistentes más frecuentes después de haber pasado la COVID-19. La
falta de aire también es frecuente, pudiendo ser ocasionalmente grave, y pueden
persistir o intensificarse los dolores y debilidad musculares, mareo,
palpitaciones, dolor de pecho, pérdida del olfato o del gusto, tos, febrícula,
dolor de garganta, dispepsia y otras molestias abdominales, lesiones cutáneas,
parestesias, una mayor dificultad para concentrarse o problemas de memoria.
Se han descrito además pacientes que tras
la infección permanecen con secuelas cardíacas después de haber padecido un
infarto de miocardio o una miocarditis o aparecer insuficiencia renal o una
eliminación elevada de proteínas en la orina, sin olvidar trastornos psicológicos,
como la ansiedad o el insomnio e incluso depresión más grave o de estrés
postraumático. Otras complicaciones que podemos encontrar son la diabetes,
hipertensión e incluso los problemas neurológicos: desde la falta de
coordinación hasta una menor tolerancia al calor.
En cuanto al tratamiento hoy en día se están administrando unas mal llamadas
vacunas para la COVID-19 que en el fondo no son vacunas, ya que éstas previenen
y nos preservan de sufrir una enfermedad y hasta ahora eso no ocurre con las
“vacunas” comercializadas hasta la fecha en la transmisión de la infección por
SARS-CoV-2, ya que lo único que consiguen es que pasemos una COVID-19 más leve
(lo cual no es poco), pero no evitan que nos podamos contagiar y contagiar a la
vez a los demás. Sin embargo, con la vacuna de la gripe, sí podemos decir que
previenen de la gripe y que por tanto estamos ante una auténtica vacuna.
Para ambos casos, se disponen de
antivirales, que solo han demostrado una relativa eficacia y no están exentos
de efectos secundarios. En el caso de la
gripe, se utilizan por ejemplo el oseltamivir o el zanamivir. En el de la COVID-19,
se han utilizado numerosos fármacos antivirales a nivel hospitalario cuyo uso
ha quedado invalidado con el paso del tiempo, ya que no aportaban ningún
beneficio, estando en la actualidad las esperanzas puestas en el molnupiravir
que sería el primer fármaco antiviral de uso no hospitalario que podría
administrarse el paciente en su domicilio ante la aparición de los primeros
síntomas. En España se está desarrollando posiblemente uno de los antivirales
más potentes que se conocen la plitidepsina, que produce la ascidia, un
invertebrado marino, presente en las aguas de algunos mares, como el que rodea
a Ibiza.
Desde la medicina
integrativa son numerosas también las opciones que se nos proponen, existiendo
una cierta evidencia científica con el empleo de moléculas naturales como el
propóleo, la equinácea, las vitaminas C y D, el zinc, la quercetina, la
lactoferrina o la melatonina por citar algunos y recuerde que la mejor medicina
es la preventiva y no la que cura o palía los síntomas, por lo que un sistema
inmunológico fuerte que se consigue con hábitos saludables, puede ser el mejor
remedio para combatir esta infección.